Las canciones vienen y van. Muchas se convierten en tus favoritas, otras pasan desapercibidas, y otras tienen el poder infalible de adherirse sin piedad a tu mente, y por más que no quieras, es casi imposible quitártelas de encima; es como si tuviesen un mecanismo de ‘auto reproducción’ constante, un ‘Re Play’ que se activa con cualquier cosa. Aplica para canciones geniales que logran atrapar tus sentidos de manera particular -porque tienen algo que, aunque no puedes explicar, simplemente te encanta y te envuelve totalmente-, y para canciones que por el contrario te hacen dudar de las cualidades musicales de las mismas.
El ‘poder adhesivo’ de la música, aplica para canciones sensacionales, y desafortunadamente también para esas que son terribles y odiosas; esas que quisieras no escuchar pero parecieran fijarse como una sanguijuela sedienta a tu mente; para esas también… (por desgracia). Algunas canciones pueden actuar como virus que se insertan en tu sistema y te pueden contagiar de buenas sensaciones, o te pueden ‘infectar’ con aterradores sonidos.
Ahora la pregunta es: ¿Cómo es que las canciones logran colonizar nuestra mente? La respuesta está en que desde niños, estamos expuestos a un sinnúmero de sonidos, muchos de ellos generan estímulos positivos o negativos, que con la escucha repetitiva de los mismos, van formando una estructura de gustos particulares por ciertas combinaciones auditivas. Con el tiempo, estas se van arraigando y forman un patrón establecido de comparación, sobre el cual todo lo que escuchemos será automáticamente comparado con él.
Ahora, si ese cotejo es exitoso, es decir, es compatible con nuestro esquema de gustos y se complementa con algún otro sonido que le otorga más valor, ¡eureka! esa canción será una de las favoritas, y escucharla no será problema, de hecho será un placer oírla, y se convertirá en un ‘chicle’ pegajoso y dulce a nuestro paladar auditivo. Sin embrago, si el caso es opuesto, esas canciones también podrían pegarse a nuestra mente, aún con más fuerza que las favoritas; y tú te preguntas: ¿Cómo? ¿Por qué? Y la respuesta está en que paralelamente a la creación de una estructura de gustos, también se crea una estructura muy específica de sonidos que van desde lo que no nos gusta mucho, hasta lo que definitivamente no escucharíamos ni en el fin del mundo. Cuando escuchamos una canción ‘terrible’, nuestra mente la graba como referencia futura, indicándonos con detalle qué es lo que más nos atormenta o menos nos gusta de la misma (la letra, la armonía, entre otras características que pueden llegar incluso hasta la voz del cantante -caso personal-), así, esa ‘canción chicle’ será absolutamente insípida y falta de sabor a nuestro oído.
Es casi como si al ingresar una canción a tu mente, tu procesador mental aplicara un doble scanner, que la clasificara dentro de tus gustos, o la proscribiera a la sección de las indeseadas. Ahora viene otra pregunta: ¿es posible encontrar una vacuna contra las canciones indeseables? Lamentablemente la respuesta es NO. Para lograr algo como eso, sería necesario restringir el acceso de sonidos a nuestros oídos; casi como ‘cancelarlos’, cosa que ya sería lamentable sin mencionar que los sonidos son los que nos permiten conocer muchas veces, todo lo que hay a nuestro alrededor. Es imposible no estar expuestos a canciones de diferentes géneros y estilos; basta con salir a la calle y entrar a un restaurante, un almacén, un bus, un bar, fiestas de todas las índoles, etc. “Son chicles que aunque no quieras, de alguna manera terminas masticándolos”(es imposible no infectarse).
La música es tan maravillosa y tan diversa, que debe ser escuchada en todos sus géneros para poder hablar con criterio de lo que verdaderamente nos gusta. De vez en cuando vale la pena atragantarse con un mal chicle para apreciar con mayor fidelidad el que preferimos.